Oigo música clásica,
y el ritmo de cada palabra
acaricia mi alma de siglos,
que,
como un niño
se sorprende por las olas
en un mar invisible,
de las frecuencias
de cada nota
de la dispersa realidad
hecha un ovillo de lana.
Oigo música clásica
y el estruendo del ruido a lo lejos,
toma forma
de otros mundos,
del despertar
que un chico de barrio tuvo
al degustar el trago más dulce
entre Brahms, Chopin o Mozart
y grafitis del proletariado.
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