Por las aceras,
vendedores de naranjas sin origen
gritan al vaivén de bailarinas
descalzas,
fumadores de papel de vida perdida,
almas fuertes que no fueron valientes,
sin mayor sentido
que caminar
a pesar de la infamia que cala los
huesos
en el verano que diluvió estocadas
por las mejillas de niños irascibles.
Dulcinea piensa en una flor arrancada
del pasado
fatiga que vence a la imaginación,
agujetas en las alas de paloma
sin la voluntad de Cristo,
calle de la Desolación
cuando la tristeza desnuda y abriga,
cuando los invisibles juegan al fútbol
entre nichos y farolas
que languidecen como el arte
de escuchar a las plañideras
frente algunos salvadores de ruinas,
tan necesarios como quien escupe al
cielo.
En esta ciudad encantada
los muertos deambulan
tras la adicción por la que la
felicidad
debiera ser
algo obligatorio.
La calle de la Desolación
es odiada porque dice las verdades que
no se deben oír,
porque escucha los llantos de gente
con el alma a rebosar,
que no se debería de oír.
Lucha en carne viva,
títeres de la vergüenza
héroes de la sombra que se estrella
contra el metal,
ladrones de besos,
curtidores que mordieron el anzuelo,
noches en vela
con la vela apagada
de quien ardía por amarte.
Desolation Row.
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