sábado, 29 de diciembre de 2018

Cuando llegué a la ciudad


Cuando llegué a la ciudad los fantasmas barruntaban olvido. Pieles rojas y ordenadores chirriando. Cuando llegué a la ciudad mi sueño era crecer y la noche balanceaba la mano del quién sabe. Cuando llegué a la ciudad todo era mandato y nadie obedecía sus propias órdenes, la ciudad era maremoto de antorchas hirientes, mujeres desnudas que santiguaban el riptus del pesar eterno.
Cuando llegué a la ciudad la soledad era cada compañía, ambientada en escenarios de ambición, enfermedad, llegué con una rosa cortada en la tempestad; se abrió la puerta mientras ella se fue con alguien, muy parecido a su miedo.

Tenía 18, y el mundo era mío, tanto que la tierra no asimilaba tanto desprecio por mi parte, llegué encendido, morí con una llama en la frente y voces de coral me dieron la extremaunción para crecer o para romper el cordón dorado de cada terremoto mío.

La ciudad era un embrión de pies tullidos que daba de mamar a otra gente sedienta, llegué con una pajarita de papel y un libro color de mis pestañas en el bolsillo, y ella (perdón por reincidir) se fue a tierra soñada, dejando el delta de su sexo como la promesa épica del desaparecido deseo.
Deseo que no desvanece, llegué facturando metales en cada aeropuerto, gritando enardecido por tormentos de oscuridad, con pavor pero temblando febrilmente y cada golondrino que salpullía el vientre de la razón removían una ciudad de rosales y cristal, de edredón plateado, de cercenada realeza en cada momento sin nadie, con todo, terriblemente libre.




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