El viento de la guerra abruma por estos distantes páramos. Se confunden la sangre y el estiércol por las malezas. Insistente el dolor vuelve violento entre las ramas.
El Gerenal Connor nunca tuvo miedo. Salvo en esta ocasión donde la luz del primer sol mostró la cara de aquel niño de Gaza que lloraba en los edificios derrumbados y tabiques rotos. Cuando la religión no es razón para la sinrazón y el hambre aguijona los sentidos. El Gerenal tuvo a aquel niño entre los brazos, pero murió como una flor de diente de león ante el suspiro que el viento embiste.
Era la penúltima misión del viejo militar. Había visto tantas cosas que mirar con ojos de dignidad el mundo hacía que por esa vez empezase a dolerle más la muerte ajena que la suya. La muerte de los niños damnificados entre las tropelías de los bandos y los intereses de políticos sin escrúpulos.
Era de noche y la brisa leve de aquella ciudad sin nombre daba, como fantasmas, forma a las cortinas de tela de la habitación. El General Connor no dejaba de mirar su revólver, el mismo que hizo tanto daño.
La guerra era la respuesta al mundo que no sabe responder. A un planeta falto de respuestas que perdió la verdad entre los alaridos de los más necesitados, esos que dios olvidó.
Connor cogió el revólver y sin mayor enemigo.
Disparó.
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