Elisa mira desde la ventana y magnolias
languidecen en la penumbra. Ella escribía relatos pero desde hace un
tiempo perdió el apetito por leer. Duraba demasiado aquel otoño.
No sabía que le pasaba, un halo tenue
y gris tapaba las horas más amargas. Acudió al doctor y le recetó
medicina pero ella siempre decía que su dolor era del cielo.
Elisa dejó de asistir a clase, su
madre preocupada no entendía qué pasaba y pidieron ayuda.
Una mañana en clase Elisa no aguantaba
el cansancio y la tensión en sus sienes, algunos compañeros la
tenían como la “rara” pero ese día se acercó Camilo, un chico
que tampoco hablaba mucho en el aula.
-Te encuentras bien?
-No es tu asunto
-Si necesitas algo dime, me gustaría
ayudarte
-Tranquilo, todo bien
Y en el colegio las ausencias y las
presencias ausentes eran cada vez más numerosas. El bullying
acechaba. Algunos sentían pena, otros rechazo sobre Elisa, la
“rara”, que sabía bien que ella, era sujeto de los comentarios.
Sospechas que como un filo cruzaban las espaldas.
¿Pero qué sentía Elisa? Sentía
cansancio, su vista se nublaba de metas cada vez más difíciles de
conseguir y afrontar, la muerte le parecía algo romántico y era de
la convicción de que algo malo en cualquier momento aliviaría por
fin el sufrimiento mental que padecía desde hacía tiempo. Sentía
que los cipreses adornaban cada navidad, que la luna se derretía en
piélagos afilados, melocotones helados.
Con amor y paciencia se demostró
aquello que no escribió nadie. Elisa
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