Sin duda que para mí,
Dios
tiene tu rostro.
Tus ojos
que, como luciérnagas,
dan luz
al insomnio cerrado de la ciudad,
de esos
edificios presos por los deseos
que besan
la almohada
mientras
se va muriendo
en las
acequias letales del sueño.
Tu boca,
cuerda del náufrago;
¿Hasta
cuándo contará nubes
mientras arda el sol?
Tu sexo
es un cordón umbilical de néctar salado,
tú que
para Dios supones una diminuta alma
arrastrada
en su piel por bártulos y recuerdos;
Tú,
tú eres
mi Diosa.
Mujer
valiente
cansada
de no saber cuál es su sitio
y las
lágrimas tuyas son alambres oxidados;
lázaros
de los jirones de la lluvia.
Tú,
palabra
con la que renace la dignidad del poeta,
Bella,
aunque dejes de ser bella,
ojeras de
Cenicienta cual vergel
de la
puesta de sol en las manos del ciego.
Si Dios
existiese,
te daría
alas,
barnizaría
como carpintero del delirio
tu
naricilla de fresa juguetona,
esa que
se asoma al dolor
como
quien curiosea en una batalla
con
vencedor ya proclamado.
Miel
ácida, tu saliva.
Tú,
mi Diosa,
no sé si nos espera la eternidad,
pero
cuántos siglos te he esperado,
labios de
acordeón y estacas como dientes,
(abrazo
roto)
claridad
y sombra de este corazón
que
dibuja con carbón;
tu
nombre.
Para por
fin saber cuál es el significado de estar vivo.
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